Cosmópolis es una novela con muchos matices, y
que se puede analizar en varios estratos. Hagámoslo centrífugamente:
El protagonista, Eric Michael Packer, se nos presenta
como un millonario de 28 años bastante contradictorio: culto e
infantil, caprichoso y meticuloso. Esta alternancia entre lo divino y
lo humano se dan constantemente en la novela. De hecho, la misma
empieza con dos líneas narrativas: la apuesta de todo el dinero
contra una moneda (el yen) y la decisión de cortarse el pelo
(llevándolo ya corto) un día en el que se prevén altercados en
toda la ciudad.
Tenemos por una parte el sexo más salvaje y
despreocupado; por otra charlas filosóficas acerca del arte y el
mercado; valga como ejemplo la mención de Eric de dos ascensores en
su casa: uno con música de Satie; otro de Brutha Fez (un rapero). En
Cosmópolis (¿o en el capitalismo?) lo pesado cae por su
levedad y lo leve por su propio peso, como diría Kundera.
No es nada casual la inclusión del arte de Rothko, al
que se asocian conceptos tanto de vacío como de lo sublime. Y es
que, como ocurre con Eric, lo sublime y el vacío están en continua
fricción y el sueño americano, que aspira a todo, desemboca en la
nada.
Eric está en una crisis personal. Su matrimonio no
funciona, el dinero no le llena. Su posición privilegiada
económicamente le ha llevado a un hartazgo ya que le impide vivir
con autenticidad. Por eso el viaje iniciático, descubrimos más
tarde, tiene mucho de intentar re-conocerse, de identificarse en su
pasado. La peluquería a la que quiere ir es a la que iba cuando era
niño con su padre, cuando vivía en uno de los barrios más humildes
(y peligrosos) de ¿Nueva York?
Sentimos empatía por Eric; aunque también logre ser
despiadado, no dejamos de ver en él un ser herido que se juega la vida a una carta con tal de despertar de su tedio existencial.
El uso del narrador equisciente es clave en esto, ya que
nos aísla en los pensamientos de Eric para con el resto, tal y como
lo hace su limusina blindada.
Esta visión solipsista (“Cuando muriese, no sería su
fin. Sería el fin del mundo”), que encierra la misma condición
capitalista y mercantilista del mundo, hace que nos enfrentemos a la
noción del “otro”.
La relación de Eric con “el otro” es por lo general
superficial, de indiferencia. Fantasea con tener sexo con todas las
mujeres que aparecen en la trama; asesina a su guardaespaldas,
Torval, en lo que parece ser al mismo tiempo un descuido y una
búsqueda demencial de nuevas sensaciones; y también llora por la
muerte de una estrella del rap. Este contrapunto viene a reafirmar lo
contradictorio del personaje que mencionaba antes.
Todos-los-demás-que-no-son-Eric parecen personajes de pega, que
podrían ser intercambiables, parte de un decorado.
Estos son personajes pertenecientes a la clase alta. El
resto están destinados al exterior del vehículo, quedando en un
perverso segundo plano autoconsciente.
No obstante, como le dirá Sheets/Levin al final: “En
el mundo no hay más que otras personas.”
Un espectro recorre el mundo. El espectro del
Capitalismo.
En cuanto al mundo que habitan estos seres, nos
encontramos con una novela post-11s de tintes casi-apocalípticos.
Una sátira que transcurre en un día (como el Ulises) y cuyo
motor principal parece ser un motivo tan banal como cortarse el pelo.
Se enmarca en el presente (el año 2000) para criticar el capitalismo
imperante en las sociedades desarrolladas todavía vigentes.
El mundo es una interminable carretera, los coches se
arrastran lentamente como si fueran transacciones. Así como en la
novela Neuromante Gibson describía un futuro en el que las
multinacionales eran tan reales y tangibles como otro ser humano (o
más incluso), en Cosmópolis Delillo dibuja un mundo, también
distópico, en el que cada elemento podría ser equiparable a uno de
La Bolsa. De hecho, se especula con los humanos como con las
acciones. Los movimientos del mercado se anticipan a lo demás, se
vuelven predecibles, de ahí que en varios momentos Eric vea el
futuro a través de pantallas, visualizadores digitales.
Los valores de este modelo económico, al menos para los
que no han sido devorados por él, son muy cercanos a la psicopatía
y a la inmoralidad, como cuando Eric y Kinski analizan el suicidio a
lo bonzo de un peatón de manera estética, totalmente frívola y sin
sentir la menor compasión.
“La lógica extensión de los negocios es el
asesinato”, una de las frases que se dicen en el decurso de la
novela. La demonización del sistema financiero y el capitalismo
salvaje es aquí evidente, al que no se le da la oportunidad de
redención y de mostrar ese “rostro humano” con el que muchos-
todavía- se consuelan.
La novela que nos
ocupa fue escrita tras la “Burbuja puntocom”, y en los inicios de
una crisis financiera cuyos resultados se podían intuir ya con poner
una pizca de pesimismo a cualquier intento de conocer el futuro
inmediato.
En una parte de la
novela se dice que “esto es una manifestación contra el futuro. Lo
que quieren es aplazar el futuro, normalizarlo, impedir que arrolle
el presente”.
Podríamos decir lo
mismo de la novela de Delillo, ambientada en el tiempo en que fue
escrita, que lo que quiere es impedir ese futuro en concreto, ese
futuro que trece años después no dejamos de ver calcado en cada
sociedad “respetable”, y que como tal, no se dedica a leer por
costumbre, y menos a autores como el presente.
Era mi segundo
contacto con una obra de Delillo y esta vez el resultado ha sido
todavía mejor. El escritor estadounidense tiene una prosa ligera y
profunda al mismo tiempo (he consultado el texto en inglés
original), que habla de temas contemporáneos y objetos tecnológicos
que en manos de cualquiera que no sea Delillo serían de todo menos
bellos. Es admirable cómo consigue dotar de ritmo una prosa que
reúne terminología financiera impenetrable y verborrea artificiosa
sin llegar a aburrir o alejar al lector.
El saldo es muy
positivo y no consigo sacarme de la cabeza los temas planteados.
Delillo juega con su prosa a lo que Rothko: o lo sublime o el vacío (cada uno tendrá su opinión).
En mi caso no hace falta decir que me quedo con lo primero.
Una obra que ilumina
nuestros tiempos, oscuros, y cuya idea comparto: la búsqueda de lo
sublime del capitalismo nos precipitará al abismo.
Cosmopolis
(David Cronenberg, 2012) es una adaptación que responde a los nuevos
tiempos.
Hay un cambio muy
sutil pero que es toda una declaración de intenciones: en la
película, la moneda contra la que apuesta toda su fortuna Eric no es
el yen, sino el yuan, ante la más que probable e inminente crisis de
la economía china. Esto habla de la adaptación como de una elección
ético-moral, no solo se adapta a una película sino a los nuevos
tiempos, a los nuevos desafíos globales.
Para suplir la
ausencia del narrador equisciente, lo que hace Cronenberg es situar
la acción la mayor parte del tiempo en el interior de la limusina.
Si en la novela el exterior se describía con detalle, en la película
el exterior queda desenfocado, cuando no fuera del plano, lo que
refuerza esa idea de aislamiento solipsista de la novela que nos
transmitía el narrador y que aquí se hace eminentemente de manera
visual.
Se han eliminado
algunas escenas, como la del encuentro final entre Eric y su esposa,
que en la novela teñían de algo parecido a la esperanza ese último
tramo. En este caso se sustituye por una emotiva despedida con el
chófer del taxi.
A diferencia de la
novela, la duración de las escenas y de la película hacen del “día
solar” (en términos de la Poética de Aristóteles) en que
discurre algo más verosímil. El de la novela se alarga quizá en
demasía aunque contenga más niveles interpretativos.
Eric es mostrado más
vulnerable pero también más cruel.
La ausencia de “Las
confesiones de Benno Levin”, cosa por otra parte, lógica, dado lo
complejo de su integración en el formato fílmico, hacen del final
algo más abierto que el del libro, aunque ambos se suspenden en el
mismo momento: cuando Eric y nosotros esperamos a que Benno accione
el gatillo.
Podemos decir sin
temor a equivocarnos que se trata de una adaptación ejemplar, en la
que los cambios y los añadidos no pervierten el original sino que en
todo caso lo complementan. El director canadiense da con el tono de
la novela y lo mantiene dando el mismo peso que Delillo a los
diálogos, punto fuerte de ambas obras.
Si Delillo comienza
su novela con un verso del polaco Zbigniew Herbert, yo haré lo mismo
pero para terminar con un fragmento del mismo poema, Informe de la
ciudad sitiada (traducción de Florian Smieja):
escribo- no sé
para quién- la historia del sitio
debo ser preciso
pero no sé cuándo empezó la invasión
hace doscientos
años en diciembre en septiembre quizás ayer al alba
Al
alba de un día de abril del año 2000